Los preocupantes indicadores de las Pruebas Aprender 2022 y las posibles decisiones a tomar que deben buscar la inclusión pero sin afectar la calidad.
Este mes se conocieron los resultados de las Pruebas Aprender 2022. Se trata de la muestra más reciente del nivel educativo de los jóvenes de nuestro país. Los resultados confirman que cada vez son mas los que tienen serias dificultades para realizar tareas básicas en Lengua y Matemática. En la búsqueda de respuestas y soluciones aparece un viejo dilema: proteger la calidad sin descuidar la inclusión. La «manta corta» de la educación desafía a encontrar equilibrios en el sistema.
A lo largo de las últimas dos décadas, el sistema educativo nacional se robusteció en el nivel primario, logrando casi la cobertura universal, tal como se dispone por ley desde la década de 1980. Mientras que la secundaria todavía no llega a cumplir con el mandato de obligatoriedad, que rige desde 2006; aunque el acceso en este nivel ha permitido que muchos sean la primera generación de bachilleres o técnicos de sus familias.
Pese a los logros de la política de expansión, hoy las estadísticas de las Pruebas Aprender evidencian que buena parte de los alumnos no logra aprender lo mínimo e indispensable de cada nivel. En la práctica, se han buscado soluciones en los últimos años agregando más tiempo de clases. Actualmente, el calendario fija un total de 180 días obligatorios, y se han firmado compromisos para extenderlo a 190. También, se acordó que la primaria sume una hora más a la jornada escolar.
Sin embargo, no parece haber un consenso absoluto sobre que las políticas de este tipo impulsen el avance pedagógico. Esta dicotomía divide opiniones en toda la comunidad educativa, desde académicos, funcionarios, docentes, padres y madres. De hecho, una reciente encuesta del Observatorio de Educación de la Universidad de Buenos Aires la puso en números: el 50% de la población consultada rechazó la idea de agregar más horas a la jornada escolar y un porcentaje similar (47%) opinó exactamente lo contrario.
Es decir que, en este punto, la biblioteca se divide en dos. Los propulsores de que haya más clases aseguran que mientras más tiempo se pase en las aulas habrá a la larga mejor cobertura de contenidos y resultados más altos. Esta perspectiva también suele apuntar a prevenir el desgranamiento, contemplando la situación de los jóvenes con condiciones sociales vulnerables, que son quienes más riesgo tienen de repetir y/o dejar de estudiar.
Por otro lado, los defensores de la calidad educativa machacan que de nada sirve más tiempo en clase si lo que se enseña es irrelevante o no se enseña de manera efectiva. Abogan por enfoques pedagógicos innovadores que fomenten la participación activa de los estudiantes, el desarrollo de habilidades prácticas y el pensamiento crítico.
Que la decadencia se asocie a la ampliación de la escolarización es un anudamiento presente en el debate público. Pero quedarse solo en estos argumentos suena a poco. ¿Es mejor una escuela «buena y exigente» pero para pocos? ¿Puede una escuela ser «buena» si no le importa cuántos se quedan afuera o en el camino?
También es necesario repensar la tarea de enseñar en condiciones tremendamente complejas desde lo social y cambiantes desde lo tecnológico: ¿El dictado sigue siendo efectivo para desarrollar la escritura y la lectura? ¿Hay que corregir las faltas de ortografía como un elemento más de una evaluación que no sea de Lengua? ¿Es siempre malo aprender «de memoria» o ya no hay que saberse conceptos en modo automático porque total están disponibles en internet? ¿Hay que prohibir las lecciones orales para no intimidar a los chicos? ¿Qué hacer en el aula ante las nuevas temáticas que motivan a los jóvenes de hoy? ¿Se deben prohibir los avances digitales o es mejor integrarlos desde la enseñanza?
Bienvenidas sean las discusiones para mejorar la calidad de nuestra educación y exigir que cada minuto en clase sea valioso. En última instancia, hallar el equilibrio entre ambas perspectivas puede ser clave para mejorar el sistema educativo.